Mi novela Liquidación sería impensable sin los viejos cines, sin el recuerdo de las grandiosas salas que tuvo Madrid frente a las pocas que nos quedan. Ayer, caminando por la calle Montera, olí ese inconfundible y aciago tufo a escombro. Giré a mi izquierda y vi el inmenso hueco que dejaban los derruidos Cines Acteón, que en breve albergará un hotel de doce plantas propiedad de una familia mexicana, dueña también del Apple de la Puerta del Sol. Hace años que los cines se van y son sustituidos por hoteles o frías tiendas de franquicias.
Una de las joyas arquitectónicas madrileñas que siguen cerradas pero todavía no ha sido convertida en un Zara es el maravilloso Palacio de la Música (Gran Vía 35), que se despidió proyectando Antes que el diablo sepa que has muerto, a su vez la despedida del gran Sidney Lumet. Esa triste noche de 2008 había 125 espectadores en sus tres salas. El Palacio dejaba atrás ochenta años de servicio a los madrileños.
El precioso edificio del Palacio de la Música (que pudo llamarse Sala Olympia y Musical Cinema) se levantó cuando se construyó la Gran Vía, aprovechando mil metros cuadrados. En plena construcción, hace 93 diciembres, cedió un techo y provocó un prolongado retraso en la ejecución de la obra. Sufrió otro suceso en plena Segunda República (en 1932), un aparatoso incendio que lo destruyó parcialmente.
El arquitecto Secundino Zuazo (autor del complejo de Nuevos Ministerios) diseñó su interior y se inspiró en el Hospital de la Caridad de Sevilla. Y lo curioso es que el Palacio no empezó como sala de cine, sino de conciertos. Y hasta tenía un fabuloso órgano en su interior. Fue en 1928 cuando se convirtió en una sala de cine en la que se proyectó, entre otras, Lo que el viento se llevó. La primera película que pudo verse en su inmensa sala, en 1926, fue La venus americana, con Dougas Fairbanks Jr. y rodada en un embrionario Technicolor.
La liquidación y demolición de los grandes cines viene del infame gobierno de Gallardón, que aprobó en 2004 una modificación del Plan General de Ordenación Urbana en la que se levantaba el blindaje cultural de las salas. Con esta argucia permitió que los viejos cines se pudieran convertir en viviendas o comercios.
El Ayuntamiento solo obligaba a conservar los elementos arquitectónicos protegidos y prohibía destruir escenarios, palcos y tramoyas. En pocos meses cerraron 11 cines madrileños. Adiós al cine Azul, el Luna, el Aragón, el Cristal, los Madrid, el Tívoli, el Ciudad Lineal, el Imperial, los Fuencarral, el España, el Avenida y el Palacio de la Música.
El propietario del Palacio de la Música era la infausta Fundación Caja Madrid, que lo puso a la venta tras el visto bueno del Gobierno municipal y de la Comunidad (ambos del PP) para cambiar su uso cultural por el de comercial. No hubo problema alguno. Entre los que querían hacerse con el Palacio estaban la irlandesa Primark, la española Mango, la japonesa Uniqlo y la estadounidense Gap.
La puntilla al Palacio se la quiso dar la no menos infausta Ana Botella, que insistía en que se convirtiera en otra megatienda. También el delincuente Rodrigo Rato, que declaró: “No creemos que haya que mantener el cine por un sentido romántico. Si la alternativa es mantener el edificio cerrado y que se caiga a trozos, desde luego en eso no estamos”.
Afortunadamente, hoy hay gente menos rapaz en el Ayuntamiento y llegan noticias esperanzadoras por parte de los propietarios del edificio: “El Ayuntamiento está tramitando un Plan Especial para el edificio para el comienzo de las obras. La única hipótesis con la que trabajamos es el uso cultural del edificio, que podría compaginarse con una actividad comercial asociada al uso cultural en una pequeña proporción. El Palacio de la Música seguirá orientado al mundo del espectáculo”. El sueño parece cada día más viable. De sus 7.293 metros cuadrados, 2.500 podrían destinarse al uso comercial y el resto a alguna actividades culturales.
El Palacio de la Música debe aguantar, sobrevivir. Una ciudad no se puede permitir el lujo de vender al mejor postor su patrimonio arquitectónico y cultural. Una urbe digna no puede hacer lo que han hecho otras famosas capitales: venderse a las multinacionales y crear grandes avenidas clonadas, asediadas por el McDonald´s, Starbucks, Zara o Apple de turno. Todas iguales, zombies.
El cine Capitol, el Palacio de la Prensa y el Callao han conseguido aguantar a la voracidad inmobiliaria. La resurrección del Palacio de la Música es posible, que así sea.
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