Nuestro compañero Néstor nos cuenta cómo los martes y el cine están relacionados en su memoria. Un post nostálgico y cinéfilo a partes iguales.
Los martes son los días más insignificantes, casi peor que los lunes, excepto cuando aún los vídeoclubs estaban en auge. Lugares donde grandes estanterías te permitían poder alquilar experiencias a un precio irrisorio.
Cuando tenía ocho años desconocía por completo la necesidad de consumir cine. Obviamente estaba más centrado en peinar a una Barbie que en divagar sobre las experiencias y los sentimientos. Pero sí que era consciente de la felicidad primitiva de vivir y descubrir.
Cada día en el colegio recibía insultos y desprecios por no ser precisamente como el resto de alumnos querían que fuese. Los martes era el peor día, nunca entendí el porqué. Mi padre desconocía este averno en el que me habían condenado, pero indirectamente comprendía que las cosas no iban del todo bien. Su manera de comprenderme era mostrándome todo tipo de cine y casualmente el Martes era el día donde el videoclub más películas me permitía alquilar.
Comencé consumiendo cine de terror noventero, como Scream de WesCraven, ya que ver a Drew Barrymore sufriendo más que yo me creaba un cierto desosiego.
La siguiente elegida en aquella noche fue Tiburón de Steven Spielberg, una de las favoritas de mi padre, inconscientemente me sentí de una forma absurda identificado con Roy Scheider y el gran escualo podría ser perfectamente el depredador más terrible de mi clase. Mi conclusión fue irrisoria: Si él podía con semejante bestia en aquel solitario mar, yo debería ser más fuerte ante los tsunamis creados en mi clase. Al día siguiente sentí que todos los comentarios que escuchaba a mi alrededor resbalaban como agua y comprendí que el cine podría ser el lugar perfecto para guarecerse.
Después del cine de terror llegaron las película de Almodóvar, como Todo sobre mi madre, donde guardo cierta debilidad por el monólogo de ese personaje tan lleno de vida como La Agrado “Uno es más auténtico cuánto más se parece a lo que ha soñado de sí mismo”. Otro martes más que se convertía en sábado.
En la adolescencia la situación fuera de la gran pantalla empeoraba, pero el cine me regalaba todo y me descubría autores como Virginia Woolf (Las horas de Stephen Daldry), Capote (Desayuno con Diamentes, A Sangre Fría), H.Wells (La guerra de los mundos)…y así hasta un sin fin de hallazgos. El cine no sólo me mostraba experiencias, si no que me ofrecía nueva literatura, pintura, música…un escritor caminaba hacia una película, en ella salía un cuadro y a su vez una nueva canción deleitaba cualquier oído.
No fui consciente del bullyng hasta que lo vi con cierta perspectiva para mí el mejor film de Truffaut “Los 400 golpes”. (Que título tan irónicamente adecuado para el tema a tratar).
ATENCIÓN SPOILER. (Dicha escena esta citada por la hermana de Salvador Puich Antich, en la película que da su nombre)
Cuando el niño obsesionado con ver el mar por primera vez y empieza a correr y correr hasta que mira a cámara perplejo sin saber que hacer es una de las escenas sin diálogos que más semeja todo lo relatado anteriormente.
El cine ayuda a creer en algo que está creado directamente para ti, porque en el fondo “La realidad debería estar prohibida”. –La flor de mi secreto.
Maravilloso post. Compañero, cuando tu naciste yo estudiaba segundo de Publicidad en la Complutense. Yo también sufrí cierto bullying por pertenecer a una clase social más baja de la que merecía un estudiante guay de Publicidad…pero tuve la suerte de conocer a unos compañeros grandiosos con los que me escapaba a la sesión de las 16.00 a ver cine en v.o japonés, pakistaní, español…y acabar brindando en barecillos madrileños. A día de hoy y cada uno en un lugar del mundo ,seguimos en contacto algunos y otros estarán siempre en mi recuerdo. De los otros, los guays, no recuerdo ni sus caras, menos sus nombres, están enterrados en el fango de lo que no vale la pena.