Hace 18 años Fox estrenaba mundialmente la muy esperada película La Playa, con un DiCaprio que venía del bombazo que supuso Titanic. Carpetas y habitaciones adolescentes de todo el planeta estaban forradas con su bello rostro.
La playa acabó siendo muy mala, un batiburrillo pretencioso y fallido, pero hizo famoso al litoral en el que fue rodada. En concreto la isla Phi Phi Leh, en Tailandia. Fue tal éxito, que su preciosa playa ha sido arrasada por el hombre, justo lo que denunciaba la novela de Garland. ¿Puede el hombre ser más mierda?
En 2006 Fox fue condenada por el Tribunal Supremo tailandés a pagar una indemnización por el deterioro causado a la playa durante aquel rodaje. Y este año la zona ha estado cerrada cuatro meses, pero los expertos consideran que sus corales todavía no se han recuperado de la invasión humana. La playa sigue devastada y el daño causado por el exceso de turistas que quieren emular a DiCaprio sigue siendo atroz, así que las autoridades han decidido echar el cierre indefinidamente.
Este ejemplo sirve para que pensemos en el daño que hace el dinero del turismo a las joyas de la naturaleza con las que convivimos. Las redes sociales, que en el 2000 estaban en pañales, han multiplicado a lo bestia la exposición y publicidad de lugares que antes conocían solo los lugareños y ahora han sido devastados por los visitantes.
Mi playa favorita suele salir en esas infernales listas veraniegas con “Las 10 mejores playas de España” y a veces logra el número uno. Cada vez que veo una de esas listas tiemblo por el horrible impacto que le puede causar. Verano tras verano, se nota. Hay más turistas, surfers, domingueros y horteras. Y todo por las putas listas y selfies con filtro en las redes sociales.
En esa misma playa hago las barbacoas veraniegas con mi pandilla de toda la vida. Mucha cerveza, vino, pollo, chorizo, morcilla, hamburguesas… una gozada. En la última barbacoa, uno de mis amigos, que se ha recorrido las playas de Brasil, Australia, Vietnam, Tailandia y otros lugares, señaló la nuestra con una cerveza en la mano y me dijo muy seguro: “He visto muchas playas, pero como esta ninguna”. Le creo, la playa es realmente acojonante y no pienso darles pistas.
A falta de guerras mundiales, en este siglo sufrimos el devastador turismo masivo, los vuelos y hoteles low cost y el exterminio de la naturaleza y el patrimonio histórico. Por eso en El último emperador la Ciudad Prohibida, asediada por imperialistas y comunistas durante toda la película, acaba rendida a la ultima invasión: la de los turistas. Y sin armas, solo con cámaras de fotos.
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