“Qué tema más triste, pero qué película tan bonita”. Es una conclusión, una reflexión, quizá un resumen con el que intentas expresar lo que acabas de ver cuando sales de la sala tras haber visto “Girl”.
El belga Lukas Dhont tiene 27 años y ha creado una película tan bella como la ciudad que le vio nacer. Sin pretensiones, con la exigencia obligatoria del tema a tratar, la película lleva al espectador a través de múltiples giros de ballet durante una hora y media de metraje, zarandeándolo al ritmo de la música como la protagonista, al borde todo el rato de la caída inminente por un mal paso. Como si la propia tensión de la protagonista por hacer cada paso de la coreografía de la manera perfecta traspasase la gran pantalla.
Lara no quiere ser un ejemplo, solo quiere ser una chica, una de las líneas más abrumadoras del film que resume la trama. Una estudiante de ballet de 15 años que además de encontrarse en pleno auge de su carrera como bailarina, en esa delgada línea entre el “puedes llegar a ser algo o quedarte en nada”, también se encuentra en su propio proceso de transición de género.
Es interesante plantear las tres dicotomías del “quién soy” en un contexto como este y mezclarlo incluyendo a una familia que apoya a la protagonista y a un grupo de estudiantes de su clase que, si bien no lo entienden del todo, lo aceptan.
Toda una novedad dentro del género puesto que la mayoría de las películas sobre transexualidad lleva implícito el tema del rechazo de la sociedad. No ocurre eso con la película del Lukas Dhont, que reflexiona más sobre la aceptación interna y un periodo de transición emocional y física.
Con una fotografía de admirar y un lenguaje audiovisual muy cuidado (el espectador avispado descubre que la primera secuencia nos da la clave de la última), destaca la interpretación de Victor Polster en el papel de Lara. El propio director ha admitido en entrevistas que era muy complicado encontrar a un actor o una actriz que lo aglutinase todo y tras entrevistar a unas 500 personas, trans y no trans, apareció este actor de por entonces 14 años que vemos brillar en un papel que parece escrito para él.
Sin pretensiones ni adornos innecesarios, la cámara va siguiendo de manera genuina al protagonista a través de un juego de espejos. Como el operador de cámara, que en cada plano se encuentra al borde de ser descubierto reflejado en el espejo en cada coreografía, lo mismo ocurre con la sociedad que rodea a la historia, que siempre encuentra recovecos en los que ser descubierta ante un baile que no comprende del todo pero que se esfuerza por aceptar.
Una película que exige ser reposada, pero que exige aún más ser vista y que tras su aclamado paso por Cannes o San Sebastián, probablemente se medirá con los que aspiren al Óscar de este año. El balancé, el nuestro, por estar a la altura de comprender y luchar por una realidad tan compleja y necesaria.
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