Los daneses ya lo avisan: hygge es un concepto que no tiene traducción, que solo existe en Dinamarca. Y se refiere a ese momento cálido, acogedor, que tiene que ver con actividades realizadas en espacios interiores. Países en los que el frío o la falta de luz provoca que sea necesario relacionarse o tomarse un tiempo para estar en una estancia acogedora, caliente. Relajado, dedicándose a uno mismo o a los demás. Una pausa en el día a día.
Que no, que no me apetece
Resulta que ahí, en el hygge, te encontraste tú ante la crisis del Covid-19. En tu rueda de cosas que hacer en el día a día. Como un hámster que no puede morder. Tú, que no sabías que era un estado de alarma más allá de que se trastocasen los planes, te descubres encerrado en el lugar que denominas tu hogar con todo por hacer.
Ahí estaba yo también, con mi montaña de libros acumulados durante el resto del año que algún día leería, con todas las plataformas de vídeo bajo demanda y sus películas y series que me habían recomendado; y no había tenido tiempo de ver. Montaña rusa, la de emociones que no me habían provocado, que me iba a provocar yo sola.
Al final resultó que no era tan mala con la guitarra, que podía recordar los acordes de las canciones sin mirar la partitura. Que lo único que necesitaba era más tiempo para ensayar. Y para pararme a recordar.
El tiempo, que se comía mi día en paradas de metro y trasbordos. En segundos de espera ante mostradores, en horas en autobús o perdidas mirando techos o nubes, que siempre han estado ahí, igual de blancos.
Que sí, que por qué no
De repente la decoración de la casa se antoja como primordial, como quien se arregla para trabajar porque, si vamos a pasar tanto tiempo juntos, que menos que parezca una cita. Los libros, verdaderamente ordenados y no amontonados, y como esto va de fijarse, las imperfecciones son ahora asuntos que resolver.
Que no, que no me apetece, que sí, que por qué no. A mí, que me encanta estar en casa, a mí, que ahora me apetece salir. Ellos, los que salen al balcón, siempre han estado, cuando cambia la hora, como todas esas cosas que van cambiando día tras día, los ves.
Dejan mensajes colgados en el portal: “nosotros nos ofrecemos a ir a comprar, yo soy psicóloga y os recomiendo…” y tú, que estás ahí, te sientes con la obligación de colaborar con lo que sabes. Y yo, que soy periodista y así me siento, me ofrezco a escuchar historias, a compartir las mías.
Así descubro que, sin darme cuenta, alguien de mi mismo pueblo había estado viviendo en el tercero desde hace meses y yo, en el quinto, sin enterarme. Por la ventana la vecina me cuenta que en sus horas cada vez sale más gente y que hoy, por primera vez se ha atrevido a ir al supermercado, que la compra se la hacen sus hijos por Internet, que ella no lo domina.
Porque ahí estaban ellos y también estaba ella. Con sus cosas pendientes. Con asignaturas pendientes como las que tengo yo. Como, por ejemplo, que me venga la inspiración, porque al final resultó que detrás de todas esas cosas del día a día, cuando solo queda esto, y uno se desprende de lo superficial, me di cuenta de que ahí estaba yo.
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