En 2008, Luis García Berlanga, ya muy debilitado y anciano, fue conducido desde Pozuelo de Alarcón, donde residía, al Instituto Cervantes, en la Calle Alcalá. Apareció sentado en una silla de ruedas, vistiendo un impecable traje, corbata morada, pañuelo blando y una manta sobre sus consumidos hombros y otra sobre sus piernas delicadas. En el acto, la directora del Instituto Cervantes, Carmen Caffarel, pronunció el discurso de rigor.

Tras él se depositó, en la Caja 1034 de las Letras, un sobre que contenía un secreto. La caja fue cerrada por su nieto Fidel, el mismo que, por orden de su abuelo, la volvió a abrir el pasado 12 de junio, cuando se cumplió el centenario del nacimiento del director. La sorpresa era un guion inédito titulado ¡Viva Rusia!, coescrito por Berlanga, su hijo Jorge, Rafael Azcona y Manuel Hidalgo. Era el proyecto de cuarta película de la saga de la familia Leguineche y que nunca se pudo rodar.

La juventud de Berlanga, un hombre que en su vida burguesa no fue amigo de aventuras y militancias, está ligada al horror en el frente de la Segunda Guerra Mundial. Y en el bando de Hitler, nada menos. Se unió a la División Azul, cuerpo de infantería creado para luchar contra la Unión Soviética. No lo hizo por convicción, sino para evitar represiones políticas por el cargo de gobernador civil que su padre había desempeñado en Valencia durante la República.

Sobre aquella tremenda experiencia, recordó en sus memorias cómo una heladora noche se acercó a una letrina en un apretón. “De repente, sentí un pinchazo terrible en las posaderas. Di un salto hacia atrás, gritando aterrorizado. Sin duda se trataba de la bayoneta enemiga de un ruso agazapado en la letrina. Pronto respiré, aliviado. Era, simplemente, nuestra mierda. Al helarse, había formado una estalactita puntiaguda y amenazadora”. Más berlanguiano imposible.

El joven Berlanga decidió dedicarse al cine tras ver El Quijote de Pabst, que le maravilló. Ingresó en la Escuela oficial de cine, en la que conoció a Juan Antonio Bardem, comunista que le llamaba “el señorito monárquico”. Su relación no acabó bien, pero disfrutaron de grandes momentos. De hecho, rodaron juntos Esa pareja feliz y volvieron a juntarse para escribir, junto a Miguel Mihura, la magistral Bienvenido Mister Marshall, dirigida por Berlanga y Premio Internacional en el Festival de Cannes. Su última colaboración fue Novio a la vista. El film resultó ser más amable de lo acostumbrado en Berlanga, que volvió a demostrar cierta atracción por un cine más blanco en Calabuch, premiado en el Festival de Venecia, y en Los jueves milagro, sátira sobre la religión y la picaresca española.

La siguiente obra maestra de Berlanga llegó con Plácido, nominada al Oscar a la Mejor película de habla no inglesa. Lo más escalofriante de esta genial y brutal película es que está basada en hechos reales, no en una disparatada idea de Berlanga. La idea surgió a partir de una campaña real ideada por el régimen franquista llamada “Siente un pobre a su mesa”. De hecho, el título de la película iba a ser Siente un pobre a su mesa, pero Berlanga se vio obligado, por presiones de la censura, a hacer un cambio de última hora. No se puede definir mejor el disparate y el atraso moral y cultural de todo un país.

Dos años después, llegó otra inmensa obra maestra: El verdugo, presentada en el Festival de Venecia. Por desgracia, aquel festival lo ganó Las manos sobre la ciudad, una película italiana mucho menor que la de Berlanga. Los minutos finales de El verdugo, uno de los más grandes y valientes guiones jamás escritos en lengua castellana, son de lo más brutal que se ha rodado no en el cine español, sino en la historia del cine.

Tras El verdugo, el listón estaba demasiado alto y las tres siguientes películas de Berlanga no llegaron, ni de lejos, a aquellos monumentales niveles. Es más: son malas películas. La boutique (Las pirañas), coproducción entre Argentina y España, es un desastre, ¡Vivan los novios! una astracanada enmarcada en la época del destape y Tamaño natural otra coproducción claramente fallida y de dudoso gusto.

Por fortuna, Berlanga volvió con el productor Alfredo Matas en La escopeta nacional, primera entrega de la Trilogía de la familia Leguineche y en la que logró un fabuloso fresco coral sobre el tráfico de influencias en el franquismo, sobre la pura corrupción de la eterna e inamovible oligarquía española. Además, esta trilogía marcó un antes y un después en su concepción visual. En La escopeta nacional empezamos a disfrutar de los larguísimos planos secuencia de Berlanga.

Sobre ellos, la directora de producción de la trilogía, Marisol Carnicero, me confesó que casi le da un pasmo al ver lo que suponía organizar un plano secuencia de Berlanga. El primer día de rodaje, desmoralizada y agotada, Carnicero rompió a llorar. Al verla, sentada en un rincón, Berlanga se acerco a ella con el guion de la película en la mano. Le señaló el texto encuadernado y le dijo: “No te preocupes, repito mucho las tomas hasta que encuentro el plano perfecto, ¡pero con cada uno de mis planos nos cargamos 15 páginas de una vez!”.

Marisol sonrió, se calmó y acabó felizmente el rodaje. Ella también fue la directora de producción de La vaquilla, nueva producción de Matas y otra película con un reparto estupendo y confeccionada mediante largos plano secuencia. El resultado no es tan redondo como La escopeta nacional porque su guion, otra vez de Azcona y Berlanga, apostó por lo escatológico y en ese sentido el film, con una buena idea de partida, resulta irregular. Para le recuerdo quedó la experiencia de todo un pueblo entregado al rodaje. En Sos del Rey Católico, en Zaragoza, quedaron tan encantados con Berlanga y su equipo que levantaron una estatua en honor al cineasta.

La etapa final de la carrera de Berlanga es decepcionante, por no decir decadente. El peor Berlanga llega con Moros y cristianos, Todos a la cárcel y París-Tombuctú, tres películas que tienen que ver muy poco con el genial cineasta que escribió y rodó Bienvenido Mister Marshall, Plácido o El verdugo. Las tres películas son gritonas, gruesas, chabacanas. Quizás el gran problema de este otoñal y olvidable Berlanga es que en ellas primaba lo berlanguiano antes que una historia humana, honesta. Quizás a Berlanga lo remató lo berlanguiano.

Además de rodar películas, Berlanga peleó por un cine español culturalmente más relevante e industrialmente más competitivo. No lo consiguió, fue el más sonoro de sus fracasos. Berlanga era una figura demasiado grande para un país tan bajo y cainita. Sobre España escribió: “Es un país maldito porque la gente no tiene ningún sentido cívico, de pertenecer a una colectividad, para intentar lo mejor para todos. Lo que prima es la ley del “estás conmigo o estás contra mí”. Y eso es absolutamente nefasto. En las democracias de verdad, el cambio de un ministro o de un director general no implica que se eche a la calle a todo el mundo y que el nuevo personaje que entra en escena vuelva a nombrar a todos los que trabajan con él”.

Tras ser cesado por Pilar Miró, su despacho de la Filmoteca Española fue vaciado y sus valiosos documentos tirados literalmente a la basura. Años más tarde, y ante la posibilidad de que se le concediera a Berlanga el Premio Príncipe de Asturias, Miró dijo que le daría ese premio a cualquiera antes que a él. Sobre ella, Berlanga escribió: “Tomó decisiones drásticas que son, en parte, las culpables de que el cine español no exista ahora”.

Lejos de los siempre quejumbrosos miembros del “cine oficial”, Berlanga fue un defensor del cine español como industria y no como cultura subvencionada. Y dijo que el cine no debe ser protegido por el Estado, al menos por el Ministerio de Cultura. Pensaba que el cine nació como industria y debía morir como industria. Por eso su gran proyecto final fue levantar los estudios Cuidad de la luz, un complejo que resultó ser una absoluta ruina y otro gran pelotazo del PP valenciano.

Hoy esos fabulosos platós de cine están abandonados. Su sueño de montar unos estudios de cine en su tierra acabó siendo otro ejemplo de trinque, despilfarro y picaresca. Otra película de Berlanga.