A cualquier escritor que le pidan un artículo sobre un hombre de la talla de Fernando Fernán Gómez, de cuyo nacimiento (en Lima, Perú) se cumple un siglo este sábado, no sabe por donde empezar. Solo en en el portal imdb tiene 210 créditos como actor y 30 como director, no hay espacio en prensa para resumir y valorar con justicia el trabajo del director de la gigantesca El mundo sigue, quizás la película que mejor y más brutalmente ha expuesto la esencia española y a sus trepas, envidiosos, ilusos, ladrones, parásitos, maltratadores, explotadores… La película se resume en esta frase de la novela en la que se basa: “Cuanto mayores son las claudicaciones morales de los individuos mejor les va en su vida”.
Por desgracia, en los tiempos del TikTok y de tanto asno, media España no sabe quién es Fernán Gómez y para la otra media es aquel señor grotesco que apareció en la televisión gritando “¡A la mierda!” a un supuesto admirador. Los infames programas de zapping se han encargado en repetir el momento, igual que repiten, hasta el empalago, aquel “He venido a hablar de mi libro” de Francisco Umbral. El españolito es muy de quedarse con estas perlas para reducir a bufonada a los grandes. Burla y agresividad, nunca envidia. Como dijo el propio Fernán Gómez, “cuando el español cree que envidia a los artistas, no es en realidad envidia lo que siente, porque envidiar es querer hacer lo que el otro hace, por ejemplo escribir las 1.200 páginas que tiene El Quijote. Eso no es envidia, sino desprecio”.
El desprecio del todo un país a su propio cine también estuvo presente en un libro de entrevistas de Diego Galán La buena memoria de Fernando Fernán Gómez y Eduardo Haro-Tecglen. Dijo en él Fernán Gómez: “Presencié una vez en un cine algo que me espeluznó, en la época aquella del cine de leones y de romanos. De pronto, en la cola, una señora que miraba las carteleras dio un grito espantoso, pero espantoso de verdad, tirando de su marido para sacarlo de la cola. Fíjate si gritaba que el nombre del marido se me ha quedado como un flechazo: “¡Agustín, que es españolaaaaa!””.
El vendedor de naranjas, primera novela de Fernando Fernán Gómez
Si ustedes no son como los españoles referidos y además compran y leen libros, en MDC les recomendamos que se hagan con El vendedor de naranjas, primera novela del autor de El viaje a ninguna parte. Y aunque la novela es una delicia, Fernán Gómez no quedó satisfecho por la experiencia como novelista primerizo ya que, por desgracia, no la leyó nade. De hecho, cuando salió publicada, visitó una librería, el dueño lo reconoció, se acercó a él y muy serio le dijo: “Tenemos una novela que ha publicado usted y nos ha dicho el editor que si podríamos traerle a usted a firmar libros. Y yo le he aconsejado, y le aconsejo a usted, que no lo haga. Porque sería dolorosísimo verle a usted sentado aquí toda la tarde y que nadie venga a comprar el libro”.
La primera edición tuvo una tirada lamentable y el stock acabó en casa de Fernán Gómez, que se resignó a regalarla a sus amistades. Y no es justo y por eso es un gran momento para leerla y apreciarla, porque la de Fernán Gómez es tan buena literatura como la de autores de su época como Rafael Azcona o Chumy Chúmez. Esta aseveración, por supuesto, no la hubiese compartido el autor de El vendedor de naranjas porque se consideraba un intruso en el mundo intelectual, por ejemplo el del Café Gijón, ¡cuyo premio literario creó y financió de su propio bolsillo!
Cualquier escritor sabe lo que las honestas palabras de aquel librero significan. También lo que escribe Fernán Gómez sobre el personaje de su novela, un escritor novel apellidado Lafuente y que es tentado, para “retocar” un guion, por el supuesto glamour del mundo del cine del Madrid de los cuarenta. El título de la novela lo da el otro gran protagonista, un productor que hasta entrar en el cine se había dedicado a comercial con naranjas.
Sobre el mundo de los que hemos decido dedicarnos a algo tan inútil y suicida como escribir, dice Lafuente: “Me paso el día escribiendo novelas y cuentos y casi nunca los coloco en ningún lado. Está mal que los escritores digamos que lo hacemos por gusto, porque parecemos señoritos. Y tampoco queda bien decir que lo hace uno porque ha sentido una especie de impulso interior o de llamada celestial porque entonces parece uno un cursi. Y claro, tenemos que decir que escribimos porque tenemos hambre y porque queremos ganar mucho dinero y no sabemos hacer otra cosa. Figúrese, un hombre que no sepa más que escribir. ¡Qué simpleza!”.
El principal consejo para escritores de El vendedor de naranjas es: trabaja y sobre todo cobra. Y si no cobras demanda antes de que te estafen, no te creas nada por muy camelador y simpático que sea tus pagador. En El vendedor de naranjas ese supuesto pagador es un lisonjero y hasta poético empresario valenciano muy bien escrito por Fernán Gómez. Tanto el escritor como el productor son personajes para una gran película, porque El vendedor de naranjas no solo es buena literatura breve, también podría ser gran cine. Además, el cine siempre se lleva mucho mejor con las novela cortas que con los tochos.
Lafuente, el novelista primerizo e intelectual metido a guionista, es el reflejo perfecto del desprecio al escritor en el cine. El mundo que se encuentra está plagado de granujas, vagos y jetas, un mundo en el que si se corre la voz de que no tienes carácter y eres un infeliz te torea hasta el meritorio. Al pobre Lafuente le deben mucha pasta (20.000 pesetas de la época), pero le parece mal molestar y espera, espera durante días, semanas, meses… Es un hombre inmaduro que no sabe lidiar con el adulto y corrupto mundo de los capitalistas, del regateo, el mercadeo, un mundo que le queda grande.
Por eso Lafuente se siente como un niño entre mayores. “En casa mi mujer me daba unas latas horribles repitiendo una y otra vez que andaba por la vida como un niño de siete años. Yo mismo llegué a convencerme de que, en efecto, los otros pertenecían al mundo de los mayores y yo aún debía de estar en la calle jugando a las bolas y esperando el pan y chocolate que a las cinco mi abuelita me lanzaba desde el balcón. “¡Enriqueeee! ¡Toma la merienda!”. Yo jugaba a las guerra sin muertos. A policías y ladrones sin robo. En este momento a capitalistas y trabajadores”. Cuando uno lee esto vuelve a sentirse muy identificado con Lafuente.
También recuerda Fernán Gómez los años de pobreza, porque aunque fue un hombre de éxito supo bien lo que era pasar apuros. Cuando él y su mujer, Maria Dolores Pradera, rodaron Vida en sombras, financieramente muy precaria, tuvieron que pedir dinero prestado al director de la película. Llorenç Llobet-Gràcia, un buen hombre hoy injustamente olvidado, solo pudo reunir 25 miserables pesetas de la época.
Por eso, por evitar pasarlas canutas, Fernán Gómez hizo de todo: actuar, dirigir, producir, escribir cine, teatro, televisión y radio, escribir novelas, poesía, artículos en prensa… Y no lo hizo por ser un alma inquieta, un genio del renacimiento. Lo hizo, como recuerda el estupendo epílogo de El vendedor de naranjas, por gusto, pero también por miedo. Miedo a que no volviese a sonar el teléfono para aparecer en otra película, a no poder levantar una nueva producción, a volver a las penurias. Por eso también Fernán Gómez llegó a decir que él hubiese sido completamente feliz como rentista, con la vida totalmente resuelta. Se hubiese limitado a holgazanear, leer y ver películas. Cuando uno lee esto también se siente muy identificado.
El vendedor de naranjas formó parte de esa inquietud, de probar por si algo se le daba realmente bien y la fortuna le sonreía. Y la novela confirma que Fernán Gómez también era un buen novelista. Además de estar bien estructurada, poseer muy buen ritmo y estar plagada de páginas de un humor descacharrante, El vendedor de naranjas muestra, de forma mordaz, los años de gloria de la productora Cifesa y su competidor Cesáreo González. Y aquellas productoras creadas por la banca, la siderurgia, la energía y la política que eran afines al Opus Dei, como Producciones Cinematográficas Rodas. Y sin olvidar a Aspa Films, la empresa creada por Rafael Gil y Vicente Escrivá y enfocada al cine religioso y anticomunista.
Tampoco olvida Fernán Gómez la noche del Madrid de los cuarenta y lo hace de forma muy gozosa para le lector actual. Es el Madrid del coñac con sifón en barra si no tenías una perra y querías alternar en aquellos cabarets con las orquestas con ruidosos bongos y danzas africanas, de la decoración con palmeras, de las chicas de alterne huidas del pueblo y del hambre. Del show de los cowboys, los malabaristas, las vedettes con sus piernas perfectas y sus plumas, sus lentejuelas y las pistolas de agua que asustaban a los señores de las mesas de pista. De las vendedoras de porras y de anís en Gran Vía, apostadas, al amanecer, en las salidas de los últimos garitos de la gente bien.
Háganse un favor y disfruten de esta poco conocida obra de un titán como los que ya no nacen en España, una rareza en este ordinario país. Cuando la terminen descubrirán que esta novela corta, y solo aparentemente cándida, es digna de estar en la estantería junto a El viaje a ninguna parte o Las bicicletas con para el verano. Casi nada.
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