Se está hablando mucho estos días de lo bien que ha gestionado China la crisis del Covid-19. Claro que también se dice mucho ahora que nosotros estamos en plena pandemia. Los mensajes antes de que el virus llegase dentro de nuestras fronteras eran más del tipo: «mira los chinos el marrón que tienen, que están cayendo todos como moscas». Incluso nos permitíamos hacer bromas sobre la sobre-población que tienen, como si se nos hubiera olvidado que hace menos de 30 años era un país que estaba luchando contra esa población a golpe de mafia y tráfico infantil. De eso nos habla el documental disponible en Amazon Prime Video: One Child Nation.
Este documental fuepremiado en múltiples festivales en 2019, el año de su lanzamiento. Se atreve a indagar en el macabro mundo de los abusos a los Derechos Humanos que tienen lugar en China. No es la primera vez que la directora, Nanfu Wang se expone ante las autoridades de su país de origen. Ya lo hizo con otro título: Hooligan Sparrow.
Al estilo de esos documentales en los que el propio documentalista está contando su historia, que es también la historia de muchos, nos remontamos a su propio nacimiento. Wang nació en el 1985. Su origen está ligado a esos inicios de los 80 a donde se remonta esta historia de barbarie. En concreto a cuando el gobierno chino daba luz verde a la política de un hijo por pareja o política de hijo único. Se trataba, según ellos, de una medida de control de la población que tenía como objetivo moderar la natalidad y reducir así superávit de población.
Fuera de versiones oficiales, la cineasta se adentra en la historia de su propia familia y allegados. Para tratar de desentrañar lo que debajo de esa política se esconde. En el documental encontramos todo tipo de testimonios a cámara, que van intrigando al espectador. Sorprenden por su naturalidad y, en ocasiones, frialdad. Son periodistas, activistas y familiares que han sufrido estos abusos o que se han visto parte de la rueda infernal que los permitía.
Poco a poco la trama se va desenrollando como si de un ovillo se tratase, para dejar ver ese hilo, esa conspiración que no es otra cosa que un negocio corrupto formado por la obligación a la esterilización, el aborto, el tráfico infantil y, en definitiva, la mercantilización de la vida. Un juego macabro dirigido directamente por un gobierno sin moral.
Cualquiera que se haya metido en mayor o menor medida en el mundo asiático, conoce de sobra sus sistemas corruptos de funcionamiento y la fuerte adoctrinación que consiguen con su población. También se nos muestra eso en el documental. Y no se olvida de toda esa educación orquestada y propagandística, la que, incluso a la directora, le cuesta olvidar.
Quizá lo que más sorprende de este documento audiovisual, más allá de la sencillez de su tratamiento, es la cantidad de testimonios. Siendo éste un tema muy complicado, más si nos centramos en que la mayoría de estas declaraciones durísimas provienen de ciudadanos que se encuentran en torno a los 80 años y ofrecen unos testimonios de una asombrosa lucidez y franqueza.
Tras el origen de esta mafia. El documental nos va llevando poco a poco a lo largo de los años hasta la siguiente década. En concreto al 1992. Mientras en España estaba teniendo lugar ese «año del descubrimiento», a occidente llegó un mensaje de auxilio: «en China hay orfanatos repletos de niños que no tienen un hogar».
Una estratagema que el gobierno ya tenía muy estudiada desde los 80. Inventar todo un sistema de historias para esos niños abandonados por su propio gobierno bajo abortos de obligado cumplimiento. Historias que llegarían a medio mundo, a naciones donde los Derechos Humanos sí que importaban. Éstas rápidamente responderían sin importar el dinero que tuvieran que pagar para hacerlo.
Así, un sistema de compraventa de niños cuyas familias biológicas sí que querían tener, pero a los que no se les permitía. Siempre bajo el mismo discurso, «por la productividad y la seguridad de la nación».
La directora, que actualmente reside en Estados Unidos, descubre, viviendo allí la ironía. Haber nacido en un país donde podría haberse convertido en un aborto, si en lugar de ser la mayor hubiese sido la pequeña de dos hermanos. La ironía también de ser madre en su país de acogida, donde lejos de obligar al aborto, se persigue.
Vamos descubriendo esbozos patriarcales que incluso para una ciudadana china empiezan a despuntar en su investigación. Que refuerzan una vez más lo diferente que es un debate en occidente frente a oriente. Todo bajo un mismo lema: «es que no había otra opción». Como recordándonos que solo unos pocos privilegiados tenemos la opción de elegir nuestro destino.
Hablábamos precisamente hace unos días en estas páginas de la falta de curiosidad e iniciativa de la propia población china ante las injusticias. Como por ejemplo con la campaña #iamnotavirus de la artista Lucía Sun.
La directora, que también es la interlocutora durante toda la cinta, les hace preguntas. Preguntas banales pero también profundas y la mayoría de ellos ni siquiera reacciona, como si no hubiera curiosidad. Como si hubieran asumido que aquello que pasó hace 30 años fue triste, pero tuvo que pasar. Como si en ninguno de los días de los años posteriores se hubiesen tomado un tiempo para reflexionar sobre ello.
Sorprende en concreto uno de ellos, que podría perfectamente resumir el documental. Una tía de la protagonista se enfrenta a una duda de su sobrina: “¿Está enfadada con el gobierno de su país por haberles provocado tanto dolor?”. No, con total franqueza y sinceridad responde que no. Que la política es lo que es y que ella como ciudadana tiene que acatarla porque es su destino. Resume muy bien las razones por las cuales miramos a China y vemos cómo han gestionado con absoluta rapidez el conflicto vírico. Sin pararnos a pensar si quiera si las cifras de fallecidos serán reales. En un país en el que la vida no tiene ningún valor y que ya ha tergiversado las cifras humanas en el pasado ¿les importaría algo volverlo a hacer en 2020?
Lo han superado con rapidez porque están acostumbrados a acatar medidas extremas que se corresponden con fracasos del gobierno. Porque están acostumbrados a convivir con unas instituciones que priorizan las necesidades de la nación a la felicidad de sus ciudadanos. Forman parte de esa cultura que no se pronuncia. Que ante los movimientos de racismo que ha habido a lo largo del mundo por el coronavirus no alza la voz ni defiende a los suyos. Solo calla y acata.
Un país pierde muy rápido la memoria. Pero hay algo mucho más triste que perder la memoria. Mucho más triste es no haber querido recordar.
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