Manhattan, que acaba de cumplir 40 años, tiene una de las imágenes más icónicas de la historia del cine: Diane Keaton y Woody Allen observan, sentados en un banco, el Queensboro Bridge. Y no el puente de Brooklyn, como creen muchos. El Queensboro une la isla de Manhatan con Queens y empieza entre la 59th y la 60th, en el Upper Midtown.

La de la producción de Manhattan no fue venturosa. Allen venía de revolucionar la comedia con Annie Hall y tenía en mente una historia de unos cuarentones e inestables intelectuales inspirada en la música de George Gershwin y en el romance que tuvo con una mujer mucho más joven que él.

Manhattan iba a ser un homenaje en blanco y negro a su ciudad, a la urbe en la que ha desarrollado toda su vida y carrera. Pero a pesar de esa maravillosa música, de la prodigiosa fotografía Gordon Willis y el guión, escrito junto a Marshall Brickman, en la sala de montaje Allen se deprimió, la película le parecía pedante, relamida y pretenciosa. Su bajón era tal que dijo: “A estas altura de mi vida si esto es lo mejor que puedo hacer no deberían pagarme por hacer películas”. Estaba tan desilusionado que ofreció a United Artist quemarla a cambio de rodar otra película gratis.

Aunque Woody Allen era un cineasta de una libertad única y una autonomía de decisión envidiable, United Artist no aceptó su propuesta e hizo muy bien: la película era magnífica y encima fue un éxito de taquilla, uno de los mayores taquillazos de la carrera del director. Además, la película fue nominada a dos Oscar (guión y actriz secundaria) y a 10 premios BAFTA, ganando el de Mejor Película del año.

Allen venía de triunfar en la televisión (en los programas de Garry Moore y Sid Caesar) y de estrenar farsas como Bananas (parodia del castrismo), El dormilón (de la novela distópicas) o La última noche de Boris Grushenko (de la novela rusa). Tras estas películas estrenó su primera carga contra la intelectualidad: Annie Hall. Tras Interiores, un intento de emular a Bergman, llegó Manhattan, mezcla de Interiores y Annie Hall y otra carga de profundidad contra los intelectuales urbanitas. Solo otro intelectual, un miembro de ese mundillo, podía hacerles daño. Y lo hizo.

En Manhattan el personaje de Allen es Isaac, un cuarentón harto de trabajar en programas de televisión infectos y dos veces divorciado. Su última ex está escribiendo un libro en el que cuenta las intimidades de su matrimonio. Este personaje fue interpretado por Meryl Streep, que rodó su pequeño papel mientras rodaba Kramer contra Kramer, la película que le dio su primer Oscar.

Isaac no es un modelo para el pulcro y esterilizado cine que de hoy. Tipo ingenioso, culto y maniático, sale con una preciosa estudiante de 17 años. Como dice en uno de los diálogos, su psicoanalista le aconsejó que no saliera con ella, pero era tan guapa que cambió de psicoanalista. Quizás escribir esto hoy, y aunque a partir de los 17 la relación no se considera ilegal en Nueva York, traería problemas. Y da pena pensarlo.

Lo curioso es que la joven Tracy (que iba a ser Jodie Foster antes que Mariel Hemingway) existe y se llama Stacey y se apellida Nelkin. Y tiene un buen recuerdo de su relación y jamás ha dicho nada contra Allen, que la conoció en el rodaje de Annie Hall, en la que trabajó de figurante pero cuya breve aparición fue suprimida en montaje. Nelkin apareció tres años después en Halloween III: El día de la bruja y en un episodio de El equipo A. Allen volvió a llamarla para Balas sobre Broadway.

El bonito personaje de la inocente Tracy en Mahattan tiene un sentido. La Joven es mucho más madura y honesta que toda la pandilla de cuarentones de Isaac, que la engaña con la insegura e intelectualoide Mary (Diane Keaton). Al final Isaac parece que elige a Mary, pero lo rechaza y entonces, como el tipo egoísta y manipulador que es, corre desesperado a encontrarse con Tracy para intentar convencerla de que no viaje a Londres, donde pretende estudiar. Un final fabuloso.

Y como solo solo un intelectual neoyorquino puede hacer una película como Manhattan, solo un intelectual puede hacer una “lista de cosas por las que merece la pena vivir” plagada de goces intelectuales, entre ellos Groucho Marx, el segundo movimiento de la sinfonía Júpiter, Louis Amstrong y su grabación Potato head blues, algunas películas suecas, La educación sentimental de Flaubert, Marlon Brando, Frank Sinatra y las manzanas y peras de Cezanne.

Allen, por cierto, reconoció en el libro Conversaciones con Woody Allen, de Eric Lax, que al escribir esta lista cometió un error imperdonable. Porque Isaac acaba su lista con Tracy, pero olvida a alguien muy importante: su hijo.