A veces resulta más sencillo conocer a alguien en una conversación durante un paseo que durante toda una vida y el apego, no siempre tiene que ver directamente con nosotras mismas. Quizá por su faceta de periodista, Vivian Gornick consigue llevar al lector por los lugares de su presente y su pasado de una manera casi reporterística en Apegos feroces (2017).

Fue su primer libro de memorias. En él aistimos al paseo de la escritora con su madre por las calles de Manhattan. Esas calles que les han unido durante años y sus historias, brotan de la conversación de manera inocente, impregnándose a medida que avanza la narrativa de más elementos reflexivos hasta el punto de, incluso, abrir debates ferozmente actuales sobre el cómo nos comportamos como sociedad y, sobre todo, sobre el papel de la mujer en ese contrato social.

Testimonios alegres, tristes, llenos de rabia y pasión que nos hacen conocer a la autora, pero también vernos reflejadas en su texto a pesar de la diferencia de edad.

Vivian Gornick nació en el 1935 y ya era adelantada a su tiempo. La también activista feminista fue una de las voces más destacadas de los 70, de la segunda ola feminista del país.

Nació en 1935 en el Bronx, con otras familias de clase obrera que cuyo ecosistema define muy bien en Apegos feroces: «No era una vida mejor, era una vida de inmigrante, una vida de clase obrera, de otro siglo». Hija de judíos socialistas, Gornick se licenció en 1957 y se graduó en 1960 en la Universidad de Nueva York y ha publicado en espacios como The Village Voice, The New York Times, The Nation y The Atlantic.

Sorprende ver cómo en Apegos feroces se mezcla el discurso crítico con las generaciones anteriores a la suya, materializado en la figura de su madre y otras mujeres que participaron en su infancia y adolescencia, pero también una crítica actual, que a la lectora de 2017 en adelante le puede resultar también interesante. Así, durante toda la novela asistimos a un debate entre generaciones en las que las protagonistas se vapulean continuamente encontrando, al mismo tiempo, puntos en común. Debatiendo también sobre las cuestiones con las que no están de acuerdo.

«No era una cuestión de lo que podía o no podía hacer con mi título. Éramos personas que sabíamos salir adelante; nunca dudó que encontraría el modo. No, lo que le sacaba de quicio, y nos dividía, era que yo pensase por mí misma. No había comprendido que ir a la universidad significaba que comenzaría a pensar: con coherencia y en voz alta. Eso la dejó descolocada».

«Hoy en día el amor hay que ganárselo», le comenta inocentemente Gornick a su madre en cierto momento de la novela. Una herida que parece impactar pero que nos lleva a los múltiples debates sobre el propio amor o afecto que desgrana cuando describe con pelos y señales sus propias relaciones con los hombres.

También encontramos en sus páginas una aproximación a la ansiedad y un retrato certero sobre la depresión, quizá una de las partes más destacadas de los fragmentos descriptivos de la novela. El cómo introduce el tema y cómo lo va desgranando cual tela de araña durante el texto hasta el punto de describir a la perfección la sensación de una hija que no puede acceder a la que era su madre porque parece no estar más ahí: » La tarea que te ha sido encomendada es la de enterder, tu destino es vivir sabiendo que no bastas para sanar mi vida de sus carencias». Un retrato a veces doloroso, a veces optimista, de cómo las generaciones sin herramientas emocionales han sobrevivido a la globalización y los avances sociales.

Algunas mujeres de la generación de la neoyorquina pudieron vivir su vida, otras, como su madre, no. En Apegos Feroces encontramos un relato rabioso, pero también sincero sobre pasados y futuros que nos recuerdan la ferocidad de nuestros propios apegos, los adecuados y los que no, pero también de los de nuestra propia sociedad.