Non in commotione, non in commotione Dominus”. (El señor no está en la confusión). Umberto Eco. El nombre de la rosa

En la nada, ahí es dónde uno se encuentra.

Donde no hay nada es donde queda espacio.

Donde no hay nada hay todo. Donde hay todo no hay nada.

La mayoría de las respuestas las he encontrado paseando y, últimamente, también meditando. Estando solo.

Uno se pierde en las exigencias del día a día, la mayoría de ellas, provenientes del exterior, no de uno mismo. Uno se pierde en las prisas de la cotidianeidad, en la monotonía.

Uno se pierde en las pantallas, en las agoreras noticias de todos los días; las injusticias sociales; la destrucción de la naturaleza exhibida ostentosamente en las redes sociales.

Sin embargo, excepcionalmente, uno llega a sitios donde se encuentra consigo mismo. Sucede de manera inesperada y sucede total y completamente.

Entonces, es cuando a uno le invade esa maravillosa sensación, la de la tranquilidad, la de encontrarse agusto consigo mismo. La de encontrarse en un lugar especial, en “su” lugar.

Me ocurrió en Matavenero, en León, en la ecoaldea ocupada. No mirábamos el reloj, nos acostábamos cuando teníamos sueño y nos despertábamos con la luz del sol. A pesar de fumar como carreteros, corríamos montaña abajo y montaña arriba. Recuperamos las fuerzas, nos sentíamos casi como los niños que vivían allí, con tanta suciedad y con tanta felicidad.

Me ocurrió con más fuerza que nunca en Laxe, en la Costa da Morte. Un lugar especial donde el Atlántico rompe con toda su fuerza. No en vano, el Camino de Santiago acaba en Finisterra, un lugar con una energía muy poderosa en donde se encuentra el mayor Dolmen de Europa y se asentaban los celtas en sus castros.

Durante mucho tiempo, cuando la profesora de yoga nos decía que buscáramos un lugar especial durante la meditación, me imaginaba que estaba allí.

Me ha vuelto a ocurrir en Casa Dos Xares, en contacto con la naturaleza, en contacto con el silencio, con el sonido de las aves. El lugar donde los ciervos suben a comerse las flores plantadas durante el otoño, donde la civilización son luces que se ven a lo lejos por la noche. Sumergidos en el lugar, en su belleza, en su autenticidad, en la discreta hospitalidad de la dueña de la casa. En la abundancia y exquisitez de sus comidas, en la amplitud del paisaje.

Después de una reconfortante Sagres bien fría en Rosmanihal, donde es difícil ver a alguien por la calle, salvo a los niños que juegan en el parque de enfrente, al lado de las escuelas, ahí en Casa Dos Xares, volvía a encontrarme conmigo mismo.