El Kintsugi o Kintsukuroi «reparación de oro» surgió en el siglo XV en Japón por la exigencia de un alto mandatario de recuperar una taza de té rota. Los artesanos japoneses encontraron entonces un modo de reparar que daba a la pieza una consistencia mucho más duradera y además un aspecto bellísimo: utilizaron barniz de oro.

Que este aspecto decorativo se vincule con el aspecto emocional del asunto, es una correspondencia que la filosofía oriental sabe hacer como nadie. De este modo el Kintsugi se convierte en toda una metáfora que nos habla de las heridas que vamos sufriendo a lo largo de nuestra trayectoria vital y la actitud que nos ayuda a repararlas.

Sin duda somos reflejo de lo que vamos pasando a través de cada etapa y lo que es seguro es que no salimos indemnes. La cuestión es si no dejamos de lamernos las heridas, o concluimos que es necesario repararlas y no esconderlas. Al final mostrar cicatrices es signo de que hemos sufrido sí, pero también que aquí estamos y hemos sido capaz de superarlo. El oro del Kintsugi además, como bien preciado, nos invita a enorgullecernos. Hemos superado el escollo, ahora la cicatriz forma parte de nuestra historia.

De hecho lo que plantea el Kintsugi va un poco más allá. Piezas que en su origen eran simples, anodinas, después de repararlas con oro adquirieron una belleza especial, una personalidad que las hizo únicas y muy atractivas, incluso codiciadas. Esto nos lleva a pensar que cuando hemos sufrido un revés, la curación debe efectuarse a partir de un proceso seguramente laborioso y contando con personas, elementos y vivencias de calidad considerable. Ya ven, lo imperfecto puede llegar a ser sublime, sólo hay que profundizar un poco y alejarnos cuanto podamos de la mediocridad, propia y ajena.

Si quieren saber más del tema les recomendamos el libro Kintsukuroi, El arte de curar heridas emocionales de Tomás Navarro y Kintsugi el arte de la resiliencia de Céline Santini: la foto que encabeza el artículo pertenece a la portada de su libro. No lo duden, la vida es oro.