Fotografía: Manuel Vilas – Alfaguara.

Hacía mucho tiempo que un libro no era tan elogiado por la prensa, el oficio y los lectores. Y hacía mucho también que una obra literaria no se lo merecía tanto. Porque Ordesa, de Manuel Vilas, es uno de esos libros que se quedan, que perdurarán. Una obra desgarradora, sincera y formalmente arriesgada al ser una fusión valiente de diario, novela, ensayo, realidad, ficción, prosa y poesía. Y todo bajo la sombra de la muerte de sus padres, de su luto.

El libro es triste, oscuro, demoledor… y no puedes dejar de leerlo. Y Ordesa no es una novela corta, precisamente. Alberto Olmos has escrito que “lo que trae Manuel Vilas es, prácticamente, sangre. Yo no sé cómo sigue vivo el autor después de transfundirse entero en estas páginas”. No puedo estar más de acuerdo.

Hay libros que solo entretienen o que son un mero ejercicio formal o de erudición y hay otros libros en los que el autor se abre en canal y te deja al descubierto su alma, su sexo, sus vicios, sus infiernos, su familia, su clase social y su país. Y esos son los libros que me interesan.

Vilas habla sin reparos de todo. Por ejemplo de su clase social, de la pobreza: “Si mis padres hubieran tenido dinero, me habría ido mejor. Pero no tenían nada, absolutamente nada. La confesión de la pobreza en España parece una inmoralidad, algo repudiable, una afrenta. Y, sin embargo, es lo que hemos sido casi todos. La pobreza es un estado moral, un sentido de las cosas, una forma de honestidad innecesaria. Una renuncia a participar en el saqueo del mundo. Tal vez no por bondad o por ética o cualquier otro elevado ideal, sino por incompetencia a la hora de saquear”.

Me identifico completamente con lo de no saber participar en el saqueo. Muchos de los que no tenemos un puto duro es porque no sabemos conseguirlo como lo consiguen otros, gente turbia y primaria pero que saben hacer pasta. O mejor que sabían hacerla, porque hasta eso se acabó, todo se desmorona a nuestros pies. “No había manera de hacer dinero. Y eso creo que es hereditario. Yo también soy pobre. No tengo dónde caerme muerto, lo bueno es que ahora nadie tiene dónde caerse muerto. Y eso puede ser una liberación. Ojalá los jóvenes busquen una vida errante, el caos, la inestabilidad laboral y la libertad. Y la pobreza apañada, la pobreza desactivada moralmente”. Ojalá.

Además de la pobreza, Vilas toca el tema del bebercio. Es de esos hombres que escriben eso de “cuando bebía”. Porque lo ha dejado o sencillamente la palmaba. Y hay que tener huevos para reconocerlo y escribirlo, como cuando cuenta cómo, tras pedir un crédito en una sucursal, se emborrachó hasta caerse inconsciente en plena calle, justo delante del banco. Magistral. Y sobre el alcohol escribe: “Desde que no bebo me he encontrado con un hombre que no conocía. A veces me araño las manos, me pellizco los dedos con las uñas, para aguantar el aburrimiento y el vacío. Las cosas ocurren lentamente si no bebes. Beber era la velocidad, y la velocidad es enemigo del vacío”.

Ordesa es un amargo pero también luminoso recuerdo de los padres que ya no están. Sobre lo que nunca se dijeron, se ocultaron, los silencios, la torpeza para quererse, amarse. Sobre morir escribe Vilas: “Todo el mundo quiere descansar. Todo el mundo necesita dormir. La preocupación de los que van a morir son los que se quedan, dejarles todo resuelto. (…) Cuando se desprendió de su coche, supe que mi padre iba a morir pronto, supe que eso era el final. En vez de decirme “Tenemos que hablar, esto se acaba”, me dijo: “Era un buen coche”. (…) Con la muerte de mi madre estaba ante la disolución de una época histórica. Con ella se iba todo, y me iba yo. Me vi a mí mismo diciéndome adiós a mí mismo”. Al leer esto me entraron ganas de llorar.

Y dice más sobre sus progenitores muertos: “Mi padre no hablaba ni de su padre ni de su madre. No hablaba de su vida, parecía haber nacido por generación espontanea. Mi madre hacía lo mismo, no tenía ni pasado, ni presente ni futuro. Era como si hubieran hecho un pacto”.

Me identifico con Vilas cuando escribe sobre la incapacidad para tocarse, sobre eludir el contacto físico: “A mi madre no le gustaba dar dos besos a nadie, ni dar la mano. Yo creo que heredé eso. Cuando murió mi padre algunos amigos le dieron un beso en la frente. Yo no lo hice. Mi madre tampoco. En ese momento supe que mis hijos tampoco lo harían conmigo. Esa cadena de frialdad a la hora de tocar el cuerpo de nuestros progenitores, ¿de dónde viene?”.

Y, en fin, Ordesa habla de la futilidad, de que todo acaba, todo es arrasado, que nada perdura, que todo se olvida: “Mi madre evocaba así a mi padre muerto: “el hombre”, o “pobre hombre”. Lo veía reducido a su esencia antropológica: un hombre. No su marido, sino el “hombre”. Nunca dijo “mi marido”. Yo estaba fascinado”.

El citado Alberto Olmos recordaba en su laudatoria crítica de Ordesa a Javier Calvo, que ha escrito que Vilas es “el escritor más peligroso que hay ahora mismo en España”. Tiene toda la razón y me alegra su extraño éxito. Pocas veces en este país de escritores farsantes o insulsos alguien merece el aplauso como Vilas, que escribe en su libro: “Mi madre perseguía la estimación social, que se evaporó, y yo persigo la estimación literaria, que también se está evaporando”. Ahí no has dado una, Vilas.