A Roberto Benítez se le conoce artísticamente como Bandido y es un cantante de música popular que está en crisis, atascado, cansado, acabado. Como le confiesa a su representante (un convincente Juanma Lara), no puede seguir. Pero Bandido no puede seguir no tanto por su vejez, sino porque ya no se cree lo que hace, no cree en su oficio, en la fama, en su mecánica repetición por teatros, en las giras en autobús, en el negocio.

En plena crisis, y tras una gira, Bandido es atracado y robado en plena carretera. Los vecinos de un barrio marginal acuden en su ayuda. Casualmente (pero no gratuitamente), entre los que le ayudan está Rubén, un viejo amigo que estuvo con él en los primeros años de su carrera. Gracias a estas humildes personas, Bandido descubrirá un nuevo sentido para su vida y una nueva oportunidad de reencontrarse, igual que se reencuentra con su gran pasión: la música.

Pero no se asunten, este segundo largometraje, tras La laguna, del director cordobés (de la Córdoba argentina, no española) Luciano Juncos no es una película de autoayuda, ni hortera, ni comercial. Sí, Bandido es un el film de redención, pero no tiene nada que ver con los pastiches a los que nos tienen habituados en Hollywood. Porque Bandido es una película con un personaje que aprende una lección y sale de su oscuridad gracias a un proyecto y a gente buena, pero es una película de verdad.

Y con “de verdad” me refiero a que aquí no hay artificios. La película de Juncos no hace trampas, ni truco baratos. Ni tiene el ritmo de una película comercial, ni el ritmo coñazo del cine “de festival”. Bandido tiene su propio ritmo, el que necesita la historia y la transformación del protagonista. También sus silencios son reales y no tenemos de fondo a un compositor egocéntrico subrayando, y por lo tanto manipulando, imágenes y emociones. En Bandido no hay falso énfasis, la dirección de Juncos viene de las entrañas, es precisa, verosímil. Y eso en los tiempos que corren tiene mucho valor.

En Bandido también la pobreza es real, no está recreada. La película está rodada en barrios pobres de verdad, con su casas humildes y coloristas, su precariedad, su polvo en la calle. A veces parece que Bandido camina por las calles de un pueblo del Far West. Y es que Bandido no deja de ser un héroe de western defendiendo de los malos (en este caso una compañía de telefonía y unos funcionarios y policías cómplices) a un poblacho indefenso.

Y sumado a todos estos valores, actores argentinos. Alguien habrá escrito ya sobre el asunto, pero me sigue pasmando la capacidad innata que tienen los argentinos para la interpretación. Hasta el actor más aficionado o amateur es tremendamente creíble. Y no es el caso de Osvaldo Laport, claro, porque es un veterano de la actuación. En España no sabemos que Laport, de 65 años, es una gran estrella de telenovelas desde los 80 con teleseries de títulos como Amor prohibido, Pasiones o Pobre diabla. Todo este bagaje es perfecto para su personaje y por eso Juncos ha sido muy inteligente al elegir a Laport como protagonista.

Bandido entra en la liga de películas de redención con la música como segundo protagonista principal, en la línea de la también argentina El último Elvis, de Armando Bó, pero sobre todo en la del cantante consagrado, comercial, atascado y finalmente redimido que interpreta Al Pacino en Nunca es tarde, de Dan Fogelman.

Puede que algunos personajes (el agente codicioso y falso, la hija que no hace caso a la madre rigurosa y prefiere al padre artista o la fría funcionaria) de Bandido nos suenen a vistos, igual que algunos giros narrativos de la historia, pero es un mal menor. Bandido merece las buenas críticas acumuladas en Argentina y en España. Por lo que cuenta y por cómo lo cuenta.