Me despedí de otro verano con un baño de tarde en la playa. En el chiringuito me esperaba mi amigo Elías Z, que me traía una remesa de viejas cintas de casete con nuestras voces de hace 20 años, los que han pasado desde que en ese mismo bar unos cuantos amigos ideamos pasar de la ciudad y vivir en el campo.

La idea fue alquilar una casa rural y vivir en plan comuna. Aquella ocurrencia juvenil se evaporó ante las realidades de cada uno y nos desperdigamos por distintas zonas de España. Yo elegí Madrid y en ella sigo, pero no sé lo que me puede quedar en ella. Me gusta mi ciudad y he tenido en ella nueve mudanzas. ¡Nueve! Unas fueron alegres y otras traumáticas. Cada una fue una historia de no mirar atrás y empezar de nuevo.

Pero en la última me he alejado del centro. Por pasta, ya no puedo gastar lo que antes gastaba en un alquiler. Sencillamente no me llega. Tampoco para gastos en ocio. Adiós restaurantes, copas y taxis. Me gusta mi nuevo barrio y sigo adaptándome a la ciudad, pero te exige ganar y gastar para disfrutarla de verdad y no pertenezco al estrato social de los de buen sueldo y 14 pagas.

Muchos amigos me comentan que ahora mismo buscar un piso solo decente en Madrid es una jodida pesadilla. El precio de los alquileres sigue subiendo, un 8% más que hace un año y casi un 40% más que hace solo cuatro años. Una auténtica salvajada. Y no es solo el centro, la codicia se ceba en la periferia: Usera, Puente de Vallecas, Carabanchel, Hortaleza, Barajas… Es de locos.

Con los vinos le comenté a Elías que quizás me quede poco tiempo en Madrid. He peleado, pero casi nada ha salido como esperaba, así que quizás sea momento de volver a hacer mudanza, pero ahora lejos de una ciudad cada año más cara. “Ponte un contador”, me contestó Elías. “Date un año, un último año. Ponte un día, una hora. Si no has logrado lo que llevas años buscando, busca otro lugar, otra vida”.Y tiene razón, no soy el que era hace 20 años. No tengo las mismas ansias, ambiciones, urgencias. Las grandes aspiraciones se han esfumado y de repente ha regresado la idea de la vida sencilla, esencial, samurái. La idea de hace 20 años.

Dejar la ciudad para vivir de forma espartana y escribir. Y leer, y releer. Por ejemplo Vía revolucionaria, de Richard Yates. En ella habla de la ciudad, el autoengaño, el miedo, el trabajo absurdo, de tirar tu vida por el retrete, de una sociedad totalmente chiflada. En una de sus páginas el protagonista coge el dictáfono que usa en su alienante trabajo, pero sus palabras dejan de pertenecer a su profesión y se adentran en lo íntimo, en su alma quebradiza. Dice así: “Saber lo que uno tiene, coma, saber lo que uno necesita, coma, saber de lo que uno no puede prescindir, dos puntos. Eso es control de inventario”.

Puedes leer todas las Reguerías aquí.